Mostrando entradas con la etiqueta metodologías de aula. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta metodologías de aula. Mostrar todas las entradas

Las reválidas: el nuevo traje del emperador




Las reválidas han abierto un debate entre los docentes que va desde la pasiva aceptación de lo dado hasta la más contundente militancia en su contra. El debate de las reválidas se enmarca en uno más extenso e indignante: la Lomce. Me gustaría compartir algunas sensaciones sobre las reválidas a la luz de este curso que comienza.

Pese a que las reválidas tienen un carácter prescriptivo, con hoja de ruta incluída, desde que se anunciaron hasta la fecha de hoy, a las puertas del inicio del curso 2016-2017, son una auténtica entelequia. Ningún docente sabe nada acerca de la naturaleza de la prueba, salvo especulaciones variadas, surgidas al calor de la incertidumbre política. Por lo tanto, si debemos atarlos al peso de la ley, los docentes hoy por hoy tan solo tienen obligación de cumplir con el currículo Lomce en relación a contenidos, criterios de evaluación y estándares de aprendizaje, con la consecuente libertad de utilizar las metodologías e instrumentos evaluadores que cada uno considere oportuno para que sus alumnos alcancen las competencias básicas. 

Sin embargo, los docentes parecen estar expectantes y preocupados por los derroteros que tomará la reválida, sin saber muy bien si deben fortalecer tales o cuales instrumentos de evaluación para que los alumnos se enfrenten mejor a la reválida. La maestra de mi hijo (5º de Primaria) confesaba no atreverse a adoptar metodologías colaborativas en su aula a causa del miedo que le produce la reválida, obligándola a ceñirse a instrumentos de evaluación tradicionales. Si ya estaba costando a muchos docentes animarse con ciertas innovaciones metodológicas en su aula, la reválida ha hundido toda esperanza de atreverse a cambiar. Un miedo fundado en expectativas más que en certezas atenaza a los docentes. Y digo "expectativas" porque no sabemos en qué consistirá la reválida, aunque intuimos que será escrita, individual y con preguntas semiabiertas o cerradas, de contestación breve y semibreve, lo que limita el marco metodológico al dominio de unas cuantas competencias y a tipos de examen tradicionales.

Os cuento el caso de mi área, Filosofía. La Historia de la Filosofía de 2º de Bachillerato desaparece de la reválida -¡por fin!-, pese a que en Extremadura se mantiene de obligado estudio en todas las modalidades. La Filosofía de 1º de Bachillerato sigue siendo troncal y entrará en la reválida de manera obligatoria, por lo que el alumno que estudió el curso pasado deberá dentro de nueve meses hacer la prueba -¡menuda insensatez!-, esa prueba de la que el profesorado no tiene ni idea desde que se aprobó la Lomce. Por lo tanto, los docentes que hemos impartido Filosofía de 1º de Bachillerato este pasado curso lo hemos hecho intentando que nuestros alumnos consigan los estándares de aprendizaje prescritos, pero con metodologías que pueden legítimamente ser diferentes del modelo de evaluación que imponga la reválida. La nebulosa que impide conocer la naturaleza de la reválida obliga al docente a enseñar a oscuras, a tientas y con inquietud, con el dilema entre la responsabilidad que tienen ante sus alumnos para que aprueben la reválida y la honestidad profesional de enseñar adoptando criterios pedagógicos de calidad. No solo las reválidas son un sinsentido, sino que encima se atreven a tener a los docentes en ascuas, a expensas de las ocurrencias políticas de turno. Un desatino que afecta más que a nadie a nuestros alumnos y del que los padres no tienen apenas información. Y esta falta de información produce miedo a que sus hijos suspendan la reválida, presionando a los docentes a ceñirse a la ley, una ley que dicta, pero no educa, y ni siquiera sabe qué dirección tomar.

A quienes no solo no nos gusta, sino que además detestamos el modelo de reválida, tenemos claro que no daremos aire a este despropósito más allá de lo que sea estrictamente prescriptivo. Seguiremos utilizando metodologías colaborativas, fomentaremos el debate, el pensamiento crítico, la oralidad, la creatividad, frente a la memorización de datos y las pruebas estandarizadas. Seguiremos en la medida de lo posible limitando el daño educativo que supone fijar pruebas externas vinculantes, apostando por una educación diferente. 

Estoy deseando que las áreas de mi departamento dejen de ser obligatorias en cualquier tipo de prueba final. La reválida no solo no ha mejorado esta situación, sino que la ha empeorado. Por lo menos con la Pau, los alumnos se examinaban en la Selectividad de contenidos que habían dado hace nada; ahora deben hacerlo de aquellos que dieron hace nueve meses y sin saber cómo será la prueba. Infame. Y si hablamos de la reválida de Primaria la adjetivación subiría de tono. 

Algunos alumnos de mi centro, poco competentes pero lúcidos, han captado al vuelo la situación a la que les conduce la reválida de 4º de Eso. Ya que sabemos que no iremos a la Universidad, nos trae más cuenta meternos en la Fp Básica, que siempre será más fácil, y después hacer un Ciclo de Grado Medio, que terminar los cuatro años de Eso y someternos a una prueba que quizá no aprobemos y nos condena -¡esa es la ironía!- a la Fp Básica. 

Aún así, pese a que las reválidas sean motivo de preocupación entre algunos docentes porque afecta directamente a la calidad de su enseñanza, la mayor parte del profesorado mantiene silencio. A los equipos directivos no les preocupa tanto las miserias educativas de la Lomce cuanto el volumen de papeleo nuevo que requerirá y la readaptación organizativa en relación a reparto de horarios y áreas. A los docentes, la preocupación por la reducción de horas y el trabajo extra que supone adaptarse al nuevo panorama. Hay escepticismo entre el profesorado, cocido a fuego lento a causa de las numerosas leyes educativas condenadas a no durar ni solucionar nada. Otra ley vendrá y para nada servirá. Lo triste es que este escepticismo no conduce a reilusionar al profesorado, sino simplemente a adaptarse a lo que venga, a poner un cómodo automático. Falta no solo entre nuestros políticos, también dentro de las escuelas visión de futuro, proyectos a largo plazo, una dirección compartida que mejore la enseñanza desde el interior de los centros, no a través del recurso mediocre a pruebas estandarizadas. Pero claro, para ello docentes y padres deben recuperar su poder, no ceder ante la amenaza de que frías estadísticas, leyes de salón, dicten el futuro de nuestros hijos. Ustedes dirán.

Ruido en las aulas



A medida que uno va teniendo experiencia en este arte imponderable de educar, a no ser que se arme de paciencia y entusiasmo, y de vez en cuando haga un ejercicio de autocontemplación de cómo enseña, el paso diario por las aulas puede convertirse en una empresa tediosa e insufrible. La ilusión y una autocrítica constructiva son dos pilares esenciales para conseguir músculo y salud en esta profesión.

Si nos conformamos con pensar que los fracasos en el aula se deben solo a factores externos -la pasividad de las familias, la sociedad de consumo que infantiliza a nuestros alumnos o una política educativa mediocre-, estaremos siempre pegándonos contra un muro imposible de siquiera arañar, y peor aún, nos entrará una úlcera. La excusa de 'balones fuera' no funciona ni consuela. Un futbolista no se pregunta: ¿Por qué me ha tocado un contrario tan difícil? Entrena, diseña estrategias y juega. Y si pierde, rediseña la estrategia y vuelve a jugar, y sigue entrenando. 

Si algo he aprendido en mis años como docente es a tener paciencia y a considerar que cuando uno entra en su aula, solo él es responsable -no confundir con culpable- de lo que allí sucede; ni los padres, ni la sociedad, ni el ministro de Educación, solo de ti depende lo que allí suceda. Igualmente, no tener en cuenta la realidad de tus alumnos es un error de percepción que hace que te laves las manos cuando algo falla, pero que no soluciona la raíz del problema en el aula. El objetivo -no conviene olvidarlo- no es que aprueben, que estén calladitos o que te hagan caso; el reto es que aprendan, y que lo hagan teniendo en cuenta la realidad desde la que parten, su cultura de trabajo, sus virtudes a potenciar, sus inercias a pulir. El reto es generar interés, curiosidad, ganas; arañar la espesa capa de somnolencia que acumulan, a menudo por un mal enfoque educativo y una mochila de experiencias vitales no siempre sanas y deseables.

Hace unos días, una compañera me preguntaba qué tal me iba con los alumnos de 1º de Eso (considerados disruptivos y con un nivel de competencia bajo). Bien -le confesé-, estoy aprendiendo de ellos, y ellos de mí. Me oí a mí mismo diciendo eso y me hizo pensar. Y me reafirmo. Aprender de tus alumnos es esencial. Entenderles, observar cómo aprenden, qué les ilusiona, encontrar ese hueco desde el que se cuela la curiosidad. Programar mis clases en función de estándares fríos, sin tener en cuenta cómo aprenden mis alumnos, es como intentar achicar un océano. He conocido a muchos docentes amargados con clases que no les entienden y pasan de ellos, docentes a los que les cuesta entender hasta qué punto un cambio de perspectiva aliviaría su estrés y mejoraría su intervención en el aula. 

Lo sé, es difícil cambiar de enfoque. Pero merece la pena intentarlo. Aunque sea por salud. A veces me veo intentando cambiar conductas en el aula y, de pronto, darme cuenta de hasta qué punto mi actitud en nada ayuda a mejorar lo presente, sino todo lo contrario, a generar aún más confusión en mis alumnos. Entonces me recuerdo lo que es importante: no tanto tener la sensación de control sobre la clase o de que mis alumnos hagan lo que yo tenía programado (a veces lo que no funciona desde tu percepción sí lo hace desde la suya), sino evaluar si bajo este contexto de aprendizaje mis alumnos son capaces de aprender. Ahora bien, para comprender esta forma de percibir la clase hay que liberarse de prejuicios acumulados desde que éramos alumnos y que nos inocularon durante la carrera y las oposiciones. Liberarse del modelo industrial y reproductivo de instrucción educativa, abrir los aprendizajes a la vida cotidiana de los alumnos, concebir la clase más como un taller creativo que un pabellón penitenciario. 

Una de las razones por las que a muchos docentes no les agrada la innovación educativa que defiende el trabajo activo y colaborativo, la creación de contenidos y no su mera asimilación memorística, es por el ruido que genera en las aulas. Sin embargo, ese ruido se debe más a una sensación de pérdida de control sobre el proceso de enseñanza que un elemento dispersor del aprendizaje. Sensación que se cura con práctica, con mucho ensayo y aprendizaje del docente en estas metodologías de aula. Es natural que un docente que viene del modelo libro-examen-nota, al aplicar de nuevas una metodología por proyectos acabe teniendo la sensación de estar en un campo de batalla del que saldrá escaldado y que no conviene seguir practicando. Por eso, suelo recomendar a quienes se inician en estas metodologías que lo hagan con pequeños ensayos, proyectos de corta duración y tareas breves, pero bien programados (tiempos, espacios, tareas) y evaluados (¿qué quiero que aprendan?); incluso no está de más que diseñen esos primeros proyectos de aula con otro compañero de centro. La colaboración mutua ayuda a quitar miedos y a desengrasar inercias acumuladas. Además, cómo enseñar a trabajar de forma colaborativa si nosotros no aprendemos a enseñar también colaborativamente, en red con otros docentes.

No quisiera cerrar esta reflexión sin insistir en lo más importante: sin ilusión no se hace nada. Entrar en el aula con la firme convicción de que la escucha y la paciencia son armas de construcción masiva. Yo estoy aprendiendo este curso a disfrutar con mis alumnos, me impongo a mí mismo este reto. ¿Te apuntas?

Tengo que dar el temario




Me educaron -como supongo que a usted también le pasó- en una escuela que me evaluaba a través de ejercicios y exámenes. Ejercicios y exámenes. Eso es todo. Era raro que mis profesores exigieran de mí algo más que repetir tareas y memorizar datos. Cuando fui a la Universidad no cambiaron los medios de evaluación, más bien se amplificaron; me exigieron memorizar muchos más datos. Digamos que mi cultura pedagógica como alumno se reduce a ese binomio clásico: ejercicios y exámenes. Y con esa mochila de costumbres metodológicas me preparé las oposiciones a docente. Como ustedes intuirán, lo que uno aprende es lo que acaba enseñando. O dicho de otro modo, es difícil enseñar algo que previamente no hayas aprendido. Sucede en nuestra profesión y en cualquier otro ámbito de la vida. De ahí que durante mis primeros años como docente aplicara con mimética disciplina aquellas técnicas que observé en mis años de estudio. 

Por entonces, mediados de los 90, el plan de formación del profesorado no era especialmente innovador. La mayor parte de los cursos a los que asistí los impartían profesores universitarios que no habían pisado un aula en su vida y que hablaban de aquello que habían estudiado, y no de lo vivido en sus propias carnes. Dentro del discurso pedagógico no se incluía la necesidad de aplicar metodologías prácticas, activas y colaborativas, y mucho menos el uso de las TICs (por entonces casi nadie tenía un ordenador en casa). Los compañeros de mis primeros centros de trabajo que llevaban a su espalda décadas de oficio aplicaban técnicas de evaluación clásicas, las mismas que yo había aprendido de mis profesores. El currículo se impartía a pelo, sin mediar metodología alguna. Se cogía el libro de texto, se leía y explicaba, y después se mandaban tareas para casa. Terminada la explicación de un tema, se hacía un examen, es decir, una prueba escrita, teórica o práctica, según el área y los contenidos. Se ponía una nota numérica de cada examen, se hacía media y la nota resultante es la que acababa en el boletín de notas trimestral. Cierto que también se mandaban tareas no escritas, trabajos que exigían del alumno buscar información o realizar una exposición, individual o en grupo, pero este tipo de metodologías eran rara avis y no se abusaba de ellas por temor a no poder dar todo el temario.

Quizá, querido lector, mientras leías esta breve crónica hayas pensado para sus adentros: Pues la verdad es que no ha cambiado mucho el cuento. Y no te falta razón. Yo tengo la misma impresión. A pesar de los aires de innovación que alimentan el foro educativo y la importante inversión de dinero en materia TIC, no parece que el impacto real sobre las aulas sea generalizado. Por supuesto que existen razones para el optimismo. Cada vez más docentes no solo se replantean con honestidad si la metodología y la evaluación que están aplicando en sus aulas es la más adecuada, sino que pasan a la acción, modificándolas y animando a otros docentes a hacerlo. Algunos lo llaman REDvolución, un término que a mi juicio puede conducir a error. Cuando nos planteamos un cambio metodológico, éste no debe estar supeditado a la inclusión sí o sí de nuevas tecnologías. Los medios utilizados deben subordinarse a los objetivos (competencias) que se buscan y a las metodologías que mejor se ajustan a ellos. No al revés. Existe una tendencia, alimentada en parte por la propia administración educativa, a ligar innovación con TIC, lo que desvía la atención del verdadero problema y ha generado la falsa creencia de que o bien las TICs son una moda ineficaz o que con solo utilizar la pizarra digital ya somos innovadores. El reto es volver hacia atrás y reformular nuestros métodos de trabajo y la forma más sencilla de evaluar(nos).

¿Es malo poner exámenes? ¿Y tareas escritas? Solo los más integristas de la innovación digital se atreverían a afirmarlo. El modelo clásico de ejercicio-examen se basa en el presupuesto pedagógico de que los alumnos tan solo deben asimilar información prediseñada y reproducirla; el profesor es fuente y traductor de contenidos. El alumno pasa a ser mero reproductor de datos; debe asimilarlos, no reformular su significado. Es sorprendente que en las sesiones de evaluaciones algunos docentes afirmen con perplejidad que los alumnos no entienden lo que se les explica, sin hacer autocrítica de ello, como si el problema tan solo residiera en la incompetencia del alumno. 

La debilidad de este enfoque reside en que se limita a desarrollar la memoria del alumno, virtud a priori nada desestimable. Pero ¿debe ser la única? Se presupone erróneamente que las tareas y los exámenes favorecen el desarrollo de todas las competencias y que son la forma más eficaz de cumplir con el temario oficial (obsesión de todo docente de piñón fijo). Sin embargo, no es así. Una tarea o examen escrito, de esos en los que el alumno debe completar, discriminar o contestar, solo potencia un reducido número de destrezas básicas, pero obvia otras muchas, igual de importantes y también detalladas en nuestro currículo. Es de sentido común pensar que una sola metodología, el uso exclusivo de un método de evaluación, no puede ayudar a desarrollar todas las competencias descritas en nuestra legislación educativa. Y aún sabiendo que es así, ¿por qué no ha cambiado de forma significativa y general nuestra metodología de aula y, por extensión, los métodos de evaluación?

Existen a mi juicio dos factores que explican esta resistencia. El primero le compete a las políticas educativas. Existe una dicotomía, casi esquizoide, entre las intenciones de la administración -a menudo mera propaganda- y la realidad de las aulas. Por un lado se saca pecho, mostrando los rutilantes planes de innovación y la generosa dotación de medios, y por otro el diseño del currículo y el modelo oficial de evaluación prescriptiva siguen respondiendo a patrones regresivos. Igualmente, la formación del profesorado, pese a aparentar un espíritu innovador, no acaba cuajando en la realidad. Y no lo hace porque la formación está aislada de la intervención del docente, no responde a programas integrales y evaluables dentro de los centros. El modelo de formación del docente no ha cambiado en décadas; se reduce a formarte y conseguir puntos. 

Un docente clásico, de ejercicio y examen, se adapta como la seda al actual modelo de evaluación exigido por la administración. No necesita invertir tiempo y esfuerzo en mutar sus hábitos profesionales; pone el piloto automático y listo. El modelo de evaluación que le exige la administración se ajusta a la perfección con su metodología de aula y sus métodos de evaluación tradicionales. Quien innova lo hace a título personal, bajo su propia responsabilidad y regalando voluntariamente su tiempo y creatividad. Los planes de innovación de la administración de hecho se concibe como excepciones voluntarias. 

Pero no todo es responsabilidad de la política educativa. Algo tendremos que ver nosotros, los docentes, en todo esto. En definitiva, somos nosotros quienes estamos a pie de aula, quienes debemos procurar con nuestras decisiones y acciones directas la calidad de la enseñanza. Hacer reflexión de nuestra intervención educativa es una exigencia profesional y también moral. Huir de la comodidad que nos proporciona una metodología monocorde, basada en la dictadura del libro de texto, es uno de los retos principales de nuestra profesión. Y esto no se hace solo con el impulso y apoyo de la administración; requiere también del arbitrio de la voluntad de cada docente. En el fondo sabemos que no podemos seguir adoptando una postura inflexible y conservadora en nuestra actuación diaria en el aula. Sabemos que la diversidad de competencias requieren diferentes metodologías, materiales y adaptaciones de espacio y tiempo, así como medios de evaluación adaptados a esos cambios. Enrocarse en la excusa de que el currículo nos exige acabar el temario no ayuda a mejorar lo presente; más bien lo empeora. 

Sin embargo, no todos los docentes perciben este viraje metodológico como necesario. No todos adoptan una metodología tradicional a causa de la falta de voluntad, el miedo, la pereza, la incertidumbre o la conveniencia. Existen no pocos docentes que ven en este cambio pedagógico cosa de modernos (utilizo este término porque yo mismo he sido tildado en alguna ocasión de esta forma), una moda impostada que aleja al docente de su principal misión: impartir clase, sin florituras ni experimentos. Es más, están convencidos de que estas nuevas metodologías afectan al rendimiento escolar. Por poner un ejemplo, un proyecto colaborativo en donde los alumnos se impliquen de forma directa en su aprendizaje, construyendo ellos mismos los contenidos, les suena a juego insustancial, a pérdida de tiempo. Es algo que solo se debe hacer si acaso cuando te sobre algo de tiempo para dar el temario o durante las semanas de centro. La percepción que tienen algunos compañeros de las metodologías de los llamados docentes innovadores es si no negativa, por lo menos inocua y exclusivamente lúdica, sin sustrato curricular que la sustente.

Y es lógico que lo perciban de esa forma. Si lo pensamos bien, la administración no exige nada más al docente que la asistencia a clase del alumno y su evaluación numérica trimestral. No existen planes integrales en la política educativa que exijan readaptar la evaluación en función de modelos nuevos. El perfil de la inspección sigue siendo eminentemente administrativo. Ni siquiera cuando un centro o un docente se apunta a un programa de innovación existen mecanismos de evaluación de estos proyectos, ni apoyos que permitan su seguimiento posterior. La Administración no favorece este viraje metodológico, más bien perpetúa la tradición. Ni siquiera los planes formativos del profesorado van más allá de un recetario de aplicaciones y herramientas. La innovación es considerada por la administración y buena parte del profesorado como residual, ligada sobre todo a la mera obtención de puntos específicos de cara a un concurso de traslados, pero no como parte esencial del modelo educativo.

Existe a día de hoy en España una pequeña pero bien formada generación de docentes innovadores que desarrollan su labor a pesar de ir contra corriente en sus propios centros y con una administración educativa que no aprovecha su potencial. De hecho, buena parte de estos docentes encuentran más apoyo fuera de su entorno profesional cercano que dentro de él, impulsados a crear redes nacionales de diálogo, reflexión e intercambio de experiencias, así como diseño de proyectos en red entre alumnos de diferentes centros. Un docente innovador aprende más a través de estas redes que desde la formación que les proponen los CPRs o los planes de innovación diseñados por la administración. 

Un reto futuro para cualquier Consejería de Educación es descentralizar la formación del profesorado de los CPRs a los centros y no ser la Administración quien diseñe los planes de innovación, sino apoyarse en las redes de trabajo colaborativo ya existentes, dándoles cobertura material y de infraestructuras. Un proceso de abajo arriba, y no al revés, como hasta ahora se viene haciendo. Esto permitiría que la formación y los proyectos educativos se diseñaran en función de necesidades y niveles de competencia profesional reales, favorecidos por la ayuda mutua entre docentes, no solo dentro de un mismo centro, sino entre centros diferentes. El futuro es expandir redes de intercambio entre docentes y de experiencias educativas entre alumnos. En definitiva, sacar a la escuela fuera de ella misma y abrirla al mundo, desde su entorno más cercano hasta el resto del mundo.


Este artículo también ha sido publicado en la revista digital educativa EvaluAcción

Modelo de innovación extremeño: gato por libre




Un modelo de implantación TIC en las aulas que reduce su uso al tríptico 'pizarra - portátil - libro digital' limita las posibilidades para que se dé una verdadera innovación en las aulas. El reto es que docentes y alumnos creen contenidos educativos en un entorno colaborativo y eminentemente práctico, no que los asimilen pasivamente a través de una plataforma de contenidos (véase eScholarium), previamente enlatados por editoriales. 

De ahí que el reto esencial de la administración educativa extremeña pase por ofrecer una formación eficaz y anclada en la práctica real en las aulas, que permita este tránsito metodológico. eScholarium puede con facilidad favorecer la reproducción de un modelo de trabajo tradicional, basado en la mera asimilación de contenidos y la realización de tareas preestablecidas, en vez de fomentar la creación de contenidos y el trabajo práctico y colaborativo. 

No observo que la Consejería extremeña se haya comprometido con este viraje metodológico. Antes bien se limita a que los docentes adscritos al proyecto eScholarium asimilen pasivamente la plataforma y den uso a los contenidos ofrecidos por las editoriales. Si hubiesen apostado por este tránsito innovador, la formación se centraría en: 

- uso básico de la plataforma eScholarium (esto sí se está ofreciendo); 
- metodologías y herramientas de creación de contenidos digitales; 
- metodologías de aprendizaje basado proyectos (ABP), trabajo colaborativo y entornos personales de aprendizaje (PLE); 
- metodología de trabajo colaborativo entre docentes y centros; 
- fomento de redes de intercambio de experiencias y formación intercentro. 

La tendencia no es ésta. Al contrario, se intuye por los pasos dados y el diseño de este proyecto que la idea es pasar de lo analógico a lo digital sin favorecer el cambio metodológico en las prácticas de aula. Una pena; esta hubiese sido una excelente oportunidad para ir formando a generaciones de docentes anclados en el academicismo estéril y el uso pasivo de contenidos editoriales. 

En este sentido, quizá hubiese sido más jugoso fomentar los servicios de Google Apps for Education (GAFE) a través de Chromebooks o tabletas, cuyos precios son cada vez más bajos. Esto permitiría crear con facilidad contenidos en entornos colaborativos. Ya hay muchos centros educativos de la región que hacen uso de este modelo de aprendizaje, combinándolo con metodologías de ABP y trabajo colaborativo, pero lo hacen a título personal, no impulsados por un proyecto institucional.

eScholarium vincula en exceso la intervención educativa a entornos cerrados, de interactividad reducida y escasas posibilidades de trabajar colaborativamente. Favorece que el docente alejado o reacio a metodologías innovadoras, en vez de animarse a cambiar, mute del libro de texto al digital, de la pizarra clásica a la PDI y de tareas en papel al uso de ODIs. Todo ello bajo entornos de aprendizaje tradicionales, de mera asimilación de contenidos y tareas previamente encapsuladas.

Existe un deliberado doble rasero en la política educativa extremeña. Por un lado defienden en foros y medios la innovación, pero después diseñan proyectos que parecen más encaminados a lucrar a las editoriales que a impulsar cambios metodológicos a pie de aula, dejando como siempre el el verdadero cambio pedagógico en manos del voluntarismo del docente y dando alas a la adopción de prácticas docentes que simulan innovación pero solo ofrecen el mismo perro con un collar más luminoso. Gato por liebre.

El cacahuete



¿Están las tecnologías reduciendo nuestra capacidad de resolver problemas prácticos, de ejercitar habilidades rudimentarias? Una de las causas quizá esté en que las tecnologías se usan de forma indiscriminada, sustituyendo formas de resolución de problemas rudimentarios a través de la mediación de gadgets digitales. Es necesario que en la escuela el uso de las TICs se realice de forma contextualizada y según objetivos. No es necesario utilizar las TICs en todo momento y para cualquier tipo de tarea. Lo ideal es servirse de ellas de forma planificada, en el contexto de una metodología prediseñada y evaluada. 

Existe una actitud extendida entre administraciones educativas y algunos docentes de que las TICs son tan esenciales que pueden sustituir otras herramientas. Más aún, siguiendo la famosa frase de Luhmann, el medio se ha convertido en el mensaje. Un error grave. En mi caso intento combinar medios diversos dentro de metodologías variadas, adaptadas a lo que quiero conseguir dentro de la experiencia de aprendizaje. Es preciso pensar antes qué quieres hacer y después qué medios son los más útiles para realizarlo. Planificar y evaluar es esencial. Por ejemplo, el modelo de 'pizarra digital + libros digitales' favorece una asimilación pasiva de los contenidos. El alumno desaprende a aprender, ya que solo debe seguir el camino que trazan las tareas asignadas en la pizarra. No hay creación ni colaboración. Las administraciones debieran pensar en ello; este modelo pasivo favorece las hipotrofias de aprendizaje de las que nos avisa el vídeo que encabeza esta reflexión.

Un aprendizaje activo, creativo y colaborativo requiere un cambio en nuestra forma de interactuar con las tecnologías. Por supuesto, no usarlas sin reflexión previa, sin criterios pedagógicos ni planificación. Y desde las políticas educativas debiera facilitarse el tránsito a estos nuevos modelos de trabajo en el aula. No solo con una formación del profesorado contextualizada a situaciones reales, sino también facilitando espacios, tiempos y currículos a esta intervención dentro del aula. Hoy por hoy, nuestras aulas no están adaptadas a un trabajo de esta naturaleza; las mesas en Extremadura están ancladas al suelo y en formación clásica, por filas, de cara a la mesa del profesor y la pizarra digital. El profesor habla, el alumno escucha y responde. Se enciende la pizarra y el alumno hace las tareas prefijadas en la misma. Al entrar en el aula uno sabe enseguida qué tipo de metodología es la que mejor se adapta a esa ergonomía: la clásica. 

Pero no basta con cambiar los espacios. En Primaria, por ejemplo, existen ergonomías adaptadas y sin embargo el profesor sigue en muchos casos adoptando metodologías tradicionales. Además de tener medios y un ecosistema que acompañe, hace falta tener voluntad y previsión. A menudo la inercia, el piloto automático, la dejadez, la falta de apoyo institucional, hacer lo que todos hacen, hacer lo mínimo si no te obligan,... contribuye a generar este caldo de cultivo en las escuelas pública. El profesor no entiende que deba mutar su metodología en función de los objetivos. Hace lo que siempre ha hecho y como no hay un modelo de evaluación que revele la ineficacia de su intervención, o si se revela nadie vigila ni ayuda a transformarla, se sigue como se está. Y así hasta la jubilación. A esto se suma una política educativa más centrada en lucir de cara a los medios la deslumbrante pirotecnia de pizarras, portátiles, tablets y wifis, que en pensar un modelo de escuela que facilite la flexibilización metodológica y de espacios y tiempos. No hay voluntad ni alcance de miras. El cortoplacismo y la politización del sistema educativo son claros enemigos de esta transición.

Creación de contenidos: ¿la innovación que queremos?



Los adolescentes cada vez usan menos el ordenador de sobremesa. Algunas familias incluso desisten de comprar uno. Con los móviles les basta; si acaso una tablet para consultar online y poco más. Esto afecta irremediablemente a la competencia digital del alumnado. Solo utilizan herramientas ofimáticas en el aula, poco y a menudo mal diseñadas y evaluadas. A esto se suma la escasa competencia digital del profesorado, acostumbrado aún a ver las TICs como un enemigo, que le exige más trabajo, mayor reciclado y un cambio radical en la metodología de aula que usa desde que aprobó las oposiciones. El libro de texto y las tareas tradicionales siguen siendo los reyes del aula.

Pese a que muchas administraciones autonómicas hayan apostado por ello, el uso de moda de la pizarra digital en las aulas, con contenidos interactivos prediseñados, no favorece esta alfabetización ni la adquisición de nuevos y eficaces aprendizajes, ya que el alumno, bajo este entorno, no crea sus contenidos, sino que simplemente los asimila o reproduce a través de tareas que otros han creado para él. La pizarra digital crea una falsa sensación de innovación metodológica, un placebo que el docente recibe con un entusiasmo acrítico. 

Es prácticamente un consenso común entre los estudios académicos y los docentes innovadores que el modelo de aprendizaje más eficaz se aplica en entornos prácticos y colaborativos, en donde el alumno pasaría a ser protagonista activo de su aprendizaje. El alumno resuelve problemas en equipo, plantea nuevas incógnitas, elabora contenidos y tareas, adopta el rol del docente, además de alumno. Esto exige un cambio radical en la forma tradicional de enseñar, una remodelación flexible de los espacios del aula, una progresiva alfabetización de docentes y alumnos, una dotación básica de dispositivos y wifi, una apuesta por parte de la administración educativa a favor de un modelo formativo que priorice la metodología sobre el dispositivo.

La política educativa, pese a decir que apuesta por este viraje metodológico, después, a través de las decisiones que adopta, revela una visión cortoplacista y a menudo politizada, en donde se vende  la pizarra digital y las tablets como emblemas de la renovación pedagógica. Estos gadgets son vistosos de cara a los medios y los padres, pero si no se acompañan de un proyecto formativo eficaz y vinculante, los cambios no llegarán. 

El paso del libro de texto en celulosa al digital revela el mismo error. Se potencia la adopción de contenidos prediseñados por las editoriales frente a un modelo de creación de contenidos en el aula. Y todo esto con un alumnado y un profesorado sin competencias digitales suficientes como para animarle a cambiar hacia metodologías activas y colaborativas. La innovación educativa se sostiene gracias a la acción desinteresada y gratuita de numerosos docentes, casi siempre sin el apoyo de la administración, la cual, al adoptar este modelo de innovación deficiente, acaba favoreciendo al profesorado que no quiere cambiar, y dejando de nuevo en manos del voluntarismo la adopción de este viraje metodológico.

La mejora de la enseñanza pasa por apostar progresivamente por estas metodologías, adaptando a ellas la formación, los medios materiales, la estructura de los centros, los espacios de trabajo, las leyes educativas. A día de hoy existe un divorcio evidente entre la realidad innovadora dentro de las aulas y la voluntad de las administraciones educativas.