Imagina tu escuela





A la espera de que la política educativa repiense la ergonomía de la escuela en España, la estructura de los centros no se puede cambiar, a no ser que estés dispuesto a hacer obras mayores. La estructura es la que es, fruto del modelo funcionalista, heredado del industrialismo; pero sí se pueden transformar los espacios de los que disponemos, adaptándolos al enfoque pedagógico que deseemos utilizar y bajo el modelo de toma de decisiones que queramos adoptar. De hecho, nuestros centros son, queramos o no, reflejo de estos dos a priori. Dime cómo es tu centro y te diré cómo son la convivencia y las metodologías que se aplican en él. Al entrar en un centro, enseguida vemos si la dinámica interna es fruto de un trabajo colectivo, en el que los alumnos poseen voz, voto y manos para transformarlo, o por el contrario, es un espacio al que deben adaptarse sí o sí, sin posibilidad de ser agentes activos y creativos de su transformación. 

Para llegar a esa transformación, deben darse cambios sustanciales en la forma de entender nuestra labor docente. Si entendemos que el centro como espacio físico es patrimonio del profesorado (o de la administración educativa) y que los alumnos no deben tener posibilidad de modificarlo, no hay nada más que hablar. De hecho, este enfoque es el más común en los centros educativos. A lo sumo, los alumnos pueden participar en las decisiones que previamente han tomado por ellos los docentes. La transformación del espacio del centro se reduce a participar en la decoración del aula y en exposiciones temporales de materiales elaborados por ellos. Poco más. 




Hoy por hoy, los centros educativos tienen más aspecto de cárcel -no es un término de mi cosecha, es el más utilizado por los alumnos para describir su centro- que de casa comunitaria. Empezando por la puerta de acceso, siguiendo por el aspecto celda de las aulas y terminando por la señal acústica que avisa del cambio de hora; en mi centro el sonido es similar a la bocina de un campo de concentración. Esta estética tiene relación directa con los modelos educativos que adoptamos los docentes y que la propia política educativa auspicia. 

A la luz del modelo tradicional, un centro educativo es un edificio público en un sentido formal, meramente administrativo, como lo es la oficina del paro o un centro de salud. Puedes entrar en él cuando quieras, pero no es un espacio abierto al barrio como lo es un parque público, donde todos pueden participar. Aquellos que trabajan en él son meros funcionarios; cada cual cumple con su rol de forma compartimentada. Se parece más al modelo de colmena, donde lo importante es producir miel y nadie puede salirse del guión. El alumno tiene como única misión venir, atender y estudiar; eso es todo. El docente imparte clases, como un expendedor expulsa el tabaco del consumidor. Cada uno está en su sitio y la paz reina en él gracias a que todos saben dónde está su puesto. En el caso de que alguien no lo sepa, se le recuerda y si sigue sin asumir su papel, se le expulsa. El espacio físico está configurado en función de esta estructura social. Aulas en las que como en las iglesias el cura da el sermón diario a su feligresía y administra los momentos en los que debe o no levantarse y hablar, y donde el espacio físico está repartido en función de esta estructura clásica de roles: el docente en el altar, con una pizarra a modo de retablo, y los alumnos debidamente alineados en la nave principal del aula, mirando hacia el altar. 



Esta estructura se ha mantenido intacta con la aparición de las nuevas tecnologías. Se suponía que la innovación pedagógica iba a llegar de la mano de las Tics, pero no ha sido así. En vez de pizarra de tiza, ahora hay una digital; en vez de una mesa en la que poner libros, ahora hay una con un ordenador o portátil encima; en vez de un libro de celulosa, ahora hay libros digitales enlatados por las mismas editoriales, y el alumno sigue mirando al fondo de la clase, como sucedía en el formato tradicional. El traje ha cambiado, pero la percha no se ha duchado. Y no lo ha hecho porque el modelo sobre el que se asienta la intervención del docente sigue siendo la misma; las mismas metodologías con diferentes herramientas. Eso es todo. 

Cierto que las nuevas tecnologías pueden ser un excelente aliado del profesor que innova, pero ¿está realmente sucediendo esto en nuestras aulas? ¿No debiera la política educativa haber pensado un modelo de dotación que fuera acompañado de un mobiliario acorde con la adopción de metodologías activas y colaborativas? Se impone la innovación tecnológica, pero se obvia la metodológica. No es que la administración educativa deba decirte cómo colocar las mesas en tu aula, sino facilitarte un mobiliario que permita flexibilidad y adaptación de los espacios a diferentes metodologías. Es presumible pensar que existe en las políticas educativas españolas una cierta tendencia a asociar innovación con dotación tecnológica; más aún, que la revolución tecnológica trae por sí sola la innovación. Sin embargo, a pie de aula estamos observando cómo esta dotación tecnológica solo ha sustituido herramientas, manteniendo intacto la cultura de trabajo. Una pizarra digital y un portátil pueden ser elementos físicos del entorno del aula que favorezcan menos el cambio educativo que la decisión de desanclar mesas del suelo y liberarlas en el espacio del aula. 



Una de las decisiones más eficaces que puede adoptar un docente en su aula es liberarse de mesas ancladas al suelo y/o mesas que tengan un ordenador fijo anclado a la mesa. Liberar el espacio del aula, permitiendo que el mobiliario sea el que se adapte a tu forma de trabajo, y no al revés. Habrá tareas o retos que exijan estar atentos durante un tiempo a la pizarra digital, pero otras en las que nuestros alumnos estarán trabajando en grupo y moviéndose por el espacio del aula, interactuando con el resto de compañeros. Esto no es posible si no se libera ese espacio. Si en tu centro esto no se da, muy probablemente los docentes no se han planteado un cambio educativo y/o el equipo directivo tampoco parece estar por la labor de que se dé. Sería entonces hora de repensar nuestro oficio, ¿no crees? Estos cambios se pueden hacer a título personal, cada docente dentro de su aula, pero lo más eficaz es tomar la decisión como parte de un proyecto de centro, de tal forma que el mayor número de docentes adapte sus metodologías a esa nueva configuración. En este sentido, un equipo directivo que quiera caminar en esta dirección de cambio es esencial para que se lleve a cabo. El hábito no hace al monje; puedes tener las mesas del aula libres y seguir utilizando las mismas metodologías.  

Otro aspecto que incide directamente en la configuración física del centro es el rol del alumno. Si éste es concebido como un ser pasivo, que tan solo debe recibir y memorizar datos, así como saber estar en el aula, sin una participación activa en la vida del centro, el espacio físico es probable que sea el acostumbrado, con una estructura industrial, con mesas alineadas en filas, y con espacios exteriores donde el alumno no se siente parte activa, sino un mero usuario. No solo la participación, sino la consideración de que el centro es también del alumno, y como tal no solo puede, sino debe remodelar los espacios, dándoles vida propia. Este cambio en la concepción del rol del alumno mejora sustancialmente la convivencia del centro. Cualquiera se siente más agusto en un lugar que puede imaginar, crear, transformar juntos



Muchos docentes son sensibles a este enfoque, pero justifican el estado de cosas echando balones fuera: ¡Sí, pero es que los alumnos son pasivos, no quieren participar, les propones algo y pasan! Este es precisamente el problema. Deben ser los docentes los que previamente propicien modelos de participación vinculantes en los que los alumnos imaginen la escuela que quieren. Normalmente los alumnos desconfían de que sus propuestas sean acogidas positivamente por el profesorado. ¡De qué sirve proponer si no nos hacen caso! Sentirse escuchados, que sus propuestas no solo sean oídas, sino que tengan peso en decisiones reales que afecten a la escuela: este es el reto. Un reto que no es tanto organizativo como emocional. Ahí tiene mucho que decir el docente. 

Si no cambiamos nuestra forma de ver la escuela y de vernos a nosotros mismos como docentes, difícilmente generaremos en nuestros alumnos esa empatía que facilite el cambio. Casi siempre el obstáculo principal que dificulta que la escuela sea un espacio vivo y colaborativo no son los alumnos sino los propios docentes. Damos por hecho que el alumno llegará al centro y participará, pero sin tener en cuenta si previamente hemos creado las condiciones para que eso se dé: que nuestro rol como docente anima y favorece ese clima, que la organización del centro facilita la creación de espacios comunes realmente activos y permite que el alumno tenga responsabilidad creativa en la vida del centro. Está claro que la estructura de roles tal y como está configurada no funciona porque se concibe como un esqueleto muerto. De nada sirve tener representación de alumnos en los consejos escolares si no les damos vida, si no animamos su participación real en la vida del centro. El reto es creer en los alumnos, que sientan que creemos en ellos, que estamos dispuestos a apoyarles en sus decisiones, aunque sean equivocadas o fracasen en el intento. 

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