Elogio de la esperanza




¿Acaso se puede medir la esperanza? Unos creen estar entrando en una habitación luminosa, tras conocer la incertidumbre que provoca moverse a tientas en la oscuridad; otros, al revés, vienen de la luz y perciben el tránsito con escepticismo, sospecha de tiempos peores. Y los hay, también, que oscilan según como esté su biorritmo entre la desesperanza y un optimismo atemperado, al acecho. La escuela es un espacio difuso, plural, donde emociones dispares conviven, pulsan sus afectos al son de tiempos convulsos. 

Sin embargo, permitidme, en un acceso de iluminación, que encienda mi esperanza, que contradiga la estadística, que reivindique la voluntad compartida contra la tesis de agoreros y pusilánimes. Permitidme compartir la ilusión de cambio no desde el frágil trono de mi experiencia sino como gozo inefable ante la alegría ajena. 

Desde hace un año, observo en las redes un fenómeno que antes era residual, aislado, disperso, que muta no como una revolución radiante, sino como un paciente eco, una canción lejana, resistente al ruído de fondo. No la oyes si no pones cerca tu oído, los dos, no un día, no un mes; debes esperar a que llegue a ti, que te hable y te increpe, aliente en ti esperanzas dormidas. 

¿A qué tanto misterio? ¿Por qué presentar este fenómeno como un poema y no en bruto, debidamente etiquetado? Porque entonces no se entendería. Hay futuribles que no basta con cifrarlos, hay que amarlos, revelarlos al latido de emociones colectivas. No basta la lógica, el dato no contagia. Hay que vivirlo.

¿A qué me refiero? A los docentes que recién llegaron a las escuelas, y a los que están por llegar. Ellos son la coda gozosa de este verso, no nosotros, no quienes ya fuimos lacerados por la prosa perversa del tiempo y recomponemos a duras penas las ruinas que dejó dispersas, sin manual de instrucciones. No seremos nosotros quienes arribaremos Canaán; quizá la soñamos, quizá pusimos el primer peldaño para que fuera posible, pero no seremos nosotros quienes la edificaremos, no quienes la disfrutemos. Esa misión está reservada a vosotros, maestros, profesores, padres recién estrenados en esta vocación quebradiza, sin más regla que desearla. 

Ayer recibí un tuit de una joven estudiante de Magisterio en la Universidad de Alcalá. Recibo muchos más de futuros docentes y de aquellos que llevan pocos años en el oficio, y son los más reconfortantes, más aún que aquellos que acostumbro a compartir con talludos cómplices, compañeros de batalla. ¿Por qué? Porque percibo en ellos una ilusión latente, ese eco tímido pero persistente que anticipa un nacimiento. Porque son ellos la herencia de nuestros desvelos, la confirmación de que el esfuerzo mereció la pena. Porque quizá en un tiempo no muy lejano uno, varios, muchos de ellos serán un ministro de educación, un consejero, un inspector, miembros de un equipo directivo, maestro de a pie, defendiendo con su vida la posibilidad de un cambio. 

Empieza a ser una constante la presencia de jóvenes docentes en los foros educativos. Muchos de ellos no aportan, solo están ahí, escuchando, si acaso confirmando el aprecio de un proyecto, la virtud de una idea lanzada al vuelo. Pero están, y crecen en número y talentos. Otros, se lanzan sin red y con ganas a emprender nuevas sendas, sin el lastre de una biografía tras sus espaldas, ajenos a la incertidumbre. A ellos quiero dedicar estas palabras. La puerta está entreabierta, siempre lo estará, a la espera de que iluminéis la escuela. Contad con nosotros, no estáis solos. Nada que merezca la pena se construye si no es en plural. Perdonadnos nuestra arrogancia y no cedáis -¡por favor, no lo hagáis!- ante aquellos que claudicaron, convirtiendo la vocación de enseñar en frío funcionariado. 

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