Sketchnotes, introducción a Escuelas creativas, de Ken Robinson
Hace semanas que compré el libro Escuelas creativas, de (Sir) Ken Robinson, y hasta hoy no le he hincado el diente. Me gusta dejar macerar algunos libros antes de degustarlos; dejar que sean ellos los que me llamen al calor de una inquietud. Me hice de él no tanto con la intención de encontrar un catecismo que confirme mis convicciones en materia educativa cuanto ahondar en reflexiones que sobrevuelan la práctica diaria en mi aula. Resulta estéril concebir este tipo de libros como una especie de manual de autoayuda del docente o como una biblia pedagógica para conversos. Si así fuera, no aprendería nada, tan solo asentiría pasivamente, consolándome con la idea de que los gurús de moda están de mi lado. Por el contrario, le pido a un libro sobre educación que me contradiga, que me sugiera sin sentenciar, que estimule mi imaginación y active mis neuronas. El resto es perder el tiempo. Será por eso que suelo concederle cada vez más valor a un encuentro presencial entre docentes, donde compartir incertidumbres e ilusiones, que a un ensayo sobre el estado de lo nuestro.
Al principio tuve mis reservas sobre comprarlo o no, más por prejuicio que otra causa. Este tipo de libros, en los que un experto habla sobre educación, avalado por su éxito como coaching pedagógico, me hacen a priori sospechar, creer que venden humo, que hablan para conversos entusiastas que buscan un espejo en el que mirarse y justificar su forma de enseñar o que sus reflexiones se basan más en principios maximalistas que en realidades palpables. Sin embargo, también es cierto que no aprendes si no estás dispuesto a trascender tus prejuicios, así que manos a la obra.
En la página 23 del libro, Robinson afirma que su intención es ofrecer al lector una crítica de la situación actual de la educación, una visión de cómo debería ser y una teoría transformadora de la misma. Pero como se suele decir, del deber ser al ser hay un trecho bien largo. Una teoría puede expresarse de forma clara y motivadora, pero la realidad directa del aula obliga a tomar decisiones diarias que ponen a prueba con contundencia cualquier catecismo pedagógico. Por otro lado, Robinson se basa en principios -fe en el potencial individual, autorrealización personal, responsabilidad cívica, respeto mutuo- que subrayan la necesidad de implementar en la realidad del aula determinadas formas de enseñanza que conviven con leyes educativas y culturas de trabajo asentadas (cuando no metastásicas) que impiden o dificultan su puesta en marcha. De ahí que no pocos docentes, después de leer este tipo de libros y después del subidón de entusiasmo que les proporciona, se suman en una especie de depresión postiluminativa, al intentar poner en práctica sus tesis en contextos reales y darse de bruces contra una dura pared. Esta desilusión obedece sobre todo a la estéril intención de fundar la acción educativa en catecismos y no en una conversión cocida a fuego lento, contagiada desde la misma realidad que pretende mejorar y sometida diariamente a prueba a pie de aula (a ser posible compartiendo incertidumbres con otros docentes). No es raro oír a muchos docentes: ¡Sí, sí, muy bonito, pero cómo se come eso en mi aula! El autor de un libro como éste a menudo pretende concentrar en unas páginas un recorrido que él ha andado durante décadas, a través de un arduo trecho que le exigió una lenta conversión y no pocos obstáculos. No se puede pretender que el lector lo recorra en unas horas sin tener en cuenta que todo fruto madura con la mediación inexorable del tiempo y mucha paciencia e ilusión.
A menudo la cultura de la innovación se manifiesta bajo el género de una épica grandilocuente o de una apología acrítica, subrayando conceptos como revolución, transformación, fe, pero sin apoyarse en la realidad del aula y en una evaluación autocrítica. No basta con contagiarse del entusiasmo, de creer en que estamos haciendo lo que debemos; es necesario convencer desde los hechos. De lo contrario, estaremos dando argumentos suficientes a aquellos que ven en esta cultura educativa una moda inconsistente que sirve más para entretener a los alumnos que para aprender. El buenismo voluntarista y la acrítica percepción del uso de las nuevas tecnologías son a mi juicio dos de los grandes enemigos del cambio educativo.
No creo en una revolución global, pero confío en las revoluciones que se tejen día a día, a pie de aula, escuchando a mis alumnos y aprendiendo junto a otros docentes que no claudican y que con obstinada ilusión convierten sus perplejidades en nuevas sendas. A esa pequeña revolución sí me apunto. ¿Y tú?
1 comentario:
Excelente reflexión Ramón, como siempre dando que pensar.
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