Me educaron -como supongo que a usted también le pasó- en una escuela que me evaluaba a través de ejercicios y exámenes. Ejercicios y exámenes. Eso es todo. Era raro que mis profesores exigieran de mí algo más que repetir tareas y memorizar datos. Cuando fui a la Universidad no cambiaron los medios de evaluación, más bien se amplificaron; me exigieron memorizar muchos más datos. Digamos que mi cultura pedagógica como alumno se reduce a ese binomio clásico: ejercicios y exámenes. Y con esa mochila de costumbres metodológicas me preparé las oposiciones a docente. Como ustedes intuirán, lo que uno aprende es lo que acaba enseñando. O dicho de otro modo, es difícil enseñar algo que previamente no hayas aprendido. Sucede en nuestra profesión y en cualquier otro ámbito de la vida. De ahí que durante mis primeros años como docente aplicara con mimética disciplina aquellas técnicas que observé en mis años de estudio.
Por entonces, mediados de los 90, el plan de formación del profesorado no era especialmente innovador. La mayor parte de los cursos a los que asistí los impartían profesores universitarios que no habían pisado un aula en su vida y que hablaban de aquello que habían estudiado, y no de lo vivido en sus propias carnes. Dentro del discurso pedagógico no se incluía la necesidad de aplicar metodologías prácticas, activas y colaborativas, y mucho menos el uso de las TICs (por entonces casi nadie tenía un ordenador en casa). Los compañeros de mis primeros centros de trabajo que llevaban a su espalda décadas de oficio aplicaban técnicas de evaluación clásicas, las mismas que yo había aprendido de mis profesores. El currículo se impartía a pelo, sin mediar metodología alguna. Se cogía el libro de texto, se leía y explicaba, y después se mandaban tareas para casa. Terminada la explicación de un tema, se hacía un examen, es decir, una prueba escrita, teórica o práctica, según el área y los contenidos. Se ponía una nota numérica de cada examen, se hacía media y la nota resultante es la que acababa en el boletín de notas trimestral. Cierto que también se mandaban tareas no escritas, trabajos que exigían del alumno buscar información o realizar una exposición, individual o en grupo, pero este tipo de metodologías eran rara avis y no se abusaba de ellas por temor a no poder dar todo el temario.
Quizá, querido lector, mientras leías esta breve crónica hayas pensado para sus adentros: Pues la verdad es que no ha cambiado mucho el cuento. Y no te falta razón. Yo tengo la misma impresión. A pesar de los aires de innovación que alimentan el foro educativo y la importante inversión de dinero en materia TIC, no parece que el impacto real sobre las aulas sea generalizado. Por supuesto que existen razones para el optimismo. Cada vez más docentes no solo se replantean con honestidad si la metodología y la evaluación que están aplicando en sus aulas es la más adecuada, sino que pasan a la acción, modificándolas y animando a otros docentes a hacerlo. Algunos lo llaman REDvolución, un término que a mi juicio puede conducir a error. Cuando nos planteamos un cambio metodológico, éste no debe estar supeditado a la inclusión sí o sí de nuevas tecnologías. Los medios utilizados deben subordinarse a los objetivos (competencias) que se buscan y a las metodologías que mejor se ajustan a ellos. No al revés. Existe una tendencia, alimentada en parte por la propia administración educativa, a ligar innovación con TIC, lo que desvía la atención del verdadero problema y ha generado la falsa creencia de que o bien las TICs son una moda ineficaz o que con solo utilizar la pizarra digital ya somos innovadores. El reto es volver hacia atrás y reformular nuestros métodos de trabajo y la forma más sencilla de evaluar(nos).
¿Es malo poner exámenes? ¿Y tareas escritas? Solo los más integristas de la innovación digital se atreverían a afirmarlo. El modelo clásico de ejercicio-examen se basa en el presupuesto pedagógico de que los alumnos tan solo deben asimilar información prediseñada y reproducirla; el profesor es fuente y traductor de contenidos. El alumno pasa a ser mero reproductor de datos; debe asimilarlos, no reformular su significado. Es sorprendente que en las sesiones de evaluaciones algunos docentes afirmen con perplejidad que los alumnos no entienden lo que se les explica, sin hacer autocrítica de ello, como si el problema tan solo residiera en la incompetencia del alumno.
La debilidad de este enfoque reside en que se limita a desarrollar la memoria del alumno, virtud a priori nada desestimable. Pero ¿debe ser la única? Se presupone erróneamente que las tareas y los exámenes favorecen el desarrollo de todas las competencias y que son la forma más eficaz de cumplir con el temario oficial (obsesión de todo docente de piñón fijo). Sin embargo, no es así. Una tarea o examen escrito, de esos en los que el alumno debe completar, discriminar o contestar, solo potencia un reducido número de destrezas básicas, pero obvia otras muchas, igual de importantes y también detalladas en nuestro currículo. Es de sentido común pensar que una sola metodología, el uso exclusivo de un método de evaluación, no puede ayudar a desarrollar todas las competencias descritas en nuestra legislación educativa. Y aún sabiendo que es así, ¿por qué no ha cambiado de forma significativa y general nuestra metodología de aula y, por extensión, los métodos de evaluación?
Existen a mi juicio dos factores que explican esta resistencia. El primero le compete a las políticas educativas. Existe una dicotomía, casi esquizoide, entre las intenciones de la administración -a menudo mera propaganda- y la realidad de las aulas. Por un lado se saca pecho, mostrando los rutilantes planes de innovación y la generosa dotación de medios, y por otro el diseño del currículo y el modelo oficial de evaluación prescriptiva siguen respondiendo a patrones regresivos. Igualmente, la formación del profesorado, pese a aparentar un espíritu innovador, no acaba cuajando en la realidad. Y no lo hace porque la formación está aislada de la intervención del docente, no responde a programas integrales y evaluables dentro de los centros. El modelo de formación del docente no ha cambiado en décadas; se reduce a formarte y conseguir puntos.
Un docente clásico, de ejercicio y examen, se adapta como la seda al actual modelo de evaluación exigido por la administración. No necesita invertir tiempo y esfuerzo en mutar sus hábitos profesionales; pone el piloto automático y listo. El modelo de evaluación que le exige la administración se ajusta a la perfección con su metodología de aula y sus métodos de evaluación tradicionales. Quien innova lo hace a título personal, bajo su propia responsabilidad y regalando voluntariamente su tiempo y creatividad. Los planes de innovación de la administración de hecho se concibe como excepciones voluntarias.
Pero no todo es responsabilidad de la política educativa. Algo tendremos que ver nosotros, los docentes, en todo esto. En definitiva, somos nosotros quienes estamos a pie de aula, quienes debemos procurar con nuestras decisiones y acciones directas la calidad de la enseñanza. Hacer reflexión de nuestra intervención educativa es una exigencia profesional y también moral. Huir de la comodidad que nos proporciona una metodología monocorde, basada en la dictadura del libro de texto, es uno de los retos principales de nuestra profesión. Y esto no se hace solo con el impulso y apoyo de la administración; requiere también del arbitrio de la voluntad de cada docente. En el fondo sabemos que no podemos seguir adoptando una postura inflexible y conservadora en nuestra actuación diaria en el aula. Sabemos que la diversidad de competencias requieren diferentes metodologías, materiales y adaptaciones de espacio y tiempo, así como medios de evaluación adaptados a esos cambios. Enrocarse en la excusa de que el currículo nos exige acabar el temario no ayuda a mejorar lo presente; más bien lo empeora.
Sin embargo, no todos los docentes perciben este viraje metodológico como necesario. No todos adoptan una metodología tradicional a causa de la falta de voluntad, el miedo, la pereza, la incertidumbre o la conveniencia. Existen no pocos docentes que ven en este cambio pedagógico cosa de modernos (utilizo este término porque yo mismo he sido tildado en alguna ocasión de esta forma), una moda impostada que aleja al docente de su principal misión: impartir clase, sin florituras ni experimentos. Es más, están convencidos de que estas nuevas metodologías afectan al rendimiento escolar. Por poner un ejemplo, un proyecto colaborativo en donde los alumnos se impliquen de forma directa en su aprendizaje, construyendo ellos mismos los contenidos, les suena a juego insustancial, a pérdida de tiempo. Es algo que solo se debe hacer si acaso cuando te sobre algo de tiempo para dar el temario o durante las semanas de centro. La percepción que tienen algunos compañeros de las metodologías de los llamados docentes innovadores es si no negativa, por lo menos inocua y exclusivamente lúdica, sin sustrato curricular que la sustente.
Y es lógico que lo perciban de esa forma. Si lo pensamos bien, la administración no exige nada más al docente que la asistencia a clase del alumno y su evaluación numérica trimestral. No existen planes integrales en la política educativa que exijan readaptar la evaluación en función de modelos nuevos. El perfil de la inspección sigue siendo eminentemente administrativo. Ni siquiera cuando un centro o un docente se apunta a un programa de innovación existen mecanismos de evaluación de estos proyectos, ni apoyos que permitan su seguimiento posterior. La Administración no favorece este viraje metodológico, más bien perpetúa la tradición. Ni siquiera los planes formativos del profesorado van más allá de un recetario de aplicaciones y herramientas. La innovación es considerada por la administración y buena parte del profesorado como residual, ligada sobre todo a la mera obtención de puntos específicos de cara a un concurso de traslados, pero no como parte esencial del modelo educativo.
Existe a día de hoy en España una pequeña pero bien formada generación de docentes innovadores que desarrollan su labor a pesar de ir contra corriente en sus propios centros y con una administración educativa que no aprovecha su potencial. De hecho, buena parte de estos docentes encuentran más apoyo fuera de su entorno profesional cercano que dentro de él, impulsados a crear redes nacionales de diálogo, reflexión e intercambio de experiencias, así como diseño de proyectos en red entre alumnos de diferentes centros. Un docente innovador aprende más a través de estas redes que desde la formación que les proponen los CPRs o los planes de innovación diseñados por la administración.
Un reto futuro para cualquier Consejería de Educación es descentralizar la formación del profesorado de los CPRs a los centros y no ser la Administración quien diseñe los planes de innovación, sino apoyarse en las redes de trabajo colaborativo ya existentes, dándoles cobertura material y de infraestructuras. Un proceso de abajo arriba, y no al revés, como hasta ahora se viene haciendo. Esto permitiría que la formación y los proyectos educativos se diseñaran en función de necesidades y niveles de competencia profesional reales, favorecidos por la ayuda mutua entre docentes, no solo dentro de un mismo centro, sino entre centros diferentes. El futuro es expandir redes de intercambio entre docentes y de experiencias educativas entre alumnos. En definitiva, sacar a la escuela fuera de ella misma y abrirla al mundo, desde su entorno más cercano hasta el resto del mundo.
Sin embargo, no todos los docentes perciben este viraje metodológico como necesario. No todos adoptan una metodología tradicional a causa de la falta de voluntad, el miedo, la pereza, la incertidumbre o la conveniencia. Existen no pocos docentes que ven en este cambio pedagógico cosa de modernos (utilizo este término porque yo mismo he sido tildado en alguna ocasión de esta forma), una moda impostada que aleja al docente de su principal misión: impartir clase, sin florituras ni experimentos. Es más, están convencidos de que estas nuevas metodologías afectan al rendimiento escolar. Por poner un ejemplo, un proyecto colaborativo en donde los alumnos se impliquen de forma directa en su aprendizaje, construyendo ellos mismos los contenidos, les suena a juego insustancial, a pérdida de tiempo. Es algo que solo se debe hacer si acaso cuando te sobre algo de tiempo para dar el temario o durante las semanas de centro. La percepción que tienen algunos compañeros de las metodologías de los llamados docentes innovadores es si no negativa, por lo menos inocua y exclusivamente lúdica, sin sustrato curricular que la sustente.
Y es lógico que lo perciban de esa forma. Si lo pensamos bien, la administración no exige nada más al docente que la asistencia a clase del alumno y su evaluación numérica trimestral. No existen planes integrales en la política educativa que exijan readaptar la evaluación en función de modelos nuevos. El perfil de la inspección sigue siendo eminentemente administrativo. Ni siquiera cuando un centro o un docente se apunta a un programa de innovación existen mecanismos de evaluación de estos proyectos, ni apoyos que permitan su seguimiento posterior. La Administración no favorece este viraje metodológico, más bien perpetúa la tradición. Ni siquiera los planes formativos del profesorado van más allá de un recetario de aplicaciones y herramientas. La innovación es considerada por la administración y buena parte del profesorado como residual, ligada sobre todo a la mera obtención de puntos específicos de cara a un concurso de traslados, pero no como parte esencial del modelo educativo.
Existe a día de hoy en España una pequeña pero bien formada generación de docentes innovadores que desarrollan su labor a pesar de ir contra corriente en sus propios centros y con una administración educativa que no aprovecha su potencial. De hecho, buena parte de estos docentes encuentran más apoyo fuera de su entorno profesional cercano que dentro de él, impulsados a crear redes nacionales de diálogo, reflexión e intercambio de experiencias, así como diseño de proyectos en red entre alumnos de diferentes centros. Un docente innovador aprende más a través de estas redes que desde la formación que les proponen los CPRs o los planes de innovación diseñados por la administración.
Un reto futuro para cualquier Consejería de Educación es descentralizar la formación del profesorado de los CPRs a los centros y no ser la Administración quien diseñe los planes de innovación, sino apoyarse en las redes de trabajo colaborativo ya existentes, dándoles cobertura material y de infraestructuras. Un proceso de abajo arriba, y no al revés, como hasta ahora se viene haciendo. Esto permitiría que la formación y los proyectos educativos se diseñaran en función de necesidades y niveles de competencia profesional reales, favorecidos por la ayuda mutua entre docentes, no solo dentro de un mismo centro, sino entre centros diferentes. El futuro es expandir redes de intercambio entre docentes y de experiencias educativas entre alumnos. En definitiva, sacar a la escuela fuera de ella misma y abrirla al mundo, desde su entorno más cercano hasta el resto del mundo.
Este artículo también ha sido publicado en la revista digital educativa EvaluAcción
Bravo!!Bravo!! Mi mas profundo, respeto y admiración hacia mucho tiempo q no leía algo tan bueno escrito con tanta sensatez y con tanta valentía!! Suscribo tu texto desde principio a fin!! Y que sepas q no se estas solo!! Yo quiero ese cambio!! Luchemos por él!! Un saludo!
ResponderEliminarDe acuerdo en todo lo expuesto. Un matiz: se debe empezar todo esto desde los cursos inferiores ya que sino resulta muy complicado aplicarlo en la Universidad. De hecho, cuando quieres hacer cualquier cosas "diferente" mucho alumnos reclaman "sistema tradicional". Es para ellos más simple, memorizar y vomitar en el examen lo memorizado, sin que les compliquen la vida. Y los "buenos" siguen siendo "buenos"...
ResponderEliminarGracias, compañeros, por vuestra empatía. Cierto, no estamos solos. Un abrazo.
ResponderEliminarFantástico artículo. ¡Yo también quiero ese cambio! Y, aunque cueste trabajo, estoy convencida de que lo lograremos.
ResponderEliminarUn docente clásico, de ejercicio y examen, se adapta como la seda al actual modelo de evaluación exigido por la administración. No necesita invertir tiempo y esfuerzo en mutar sus hábitos profesionales; goodnightpublishing.com/programa-para-convertir-mp4-a-mp3/
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